La noche de Los Jerónimos

La ceniza del cigarrillo caía periódicamente sobre el arriate que bordeaba la terraza de mi habitación del Aparta Hotel Los Jerónimos. Su ubicación, cercano al Museo del Prado y colindante a la Iglesia de Los Jerónimos, sumada a la tranquilidad del entorno, convertía el lugar en el sitio idóneo para la «operación» que estaba a punto de realizar. Desde mi posición pude ver cómo se acercaba arrastrando los pies el hombre que supuse sería mi contacto: Damián, un antiguo profesor de Arte, hoy reconvertido en marchante y comprador de obras al servicio de un misterioso personaje. Acaudalado, por supuesto. Uno de los fantasmas de las subastas, imaginé.

El timbre sonó a la hora acordada. Apagué el televisor (no daría muy buena imagen a mi interlocutor si hubiese dejado conectado el programa que estaba viendo, presa del aburrimiento) y abrí la puerta con cierta ansiedad. Frente a mí, embutido en un abrigo gris demasiado largo (casi le tapaba los zapatos), se encontraba él. Nada más verme y, mientras le tendía mi mano y le invitaba a entrar, su gesto fue adquiriendo primero un aire de seriedad, y luego de cierto estupor. Al principio pensé que le recordaba a alguien y de ahí su sorpresa. Y al final descubrí que realmente era así.

– Supongo que ha traído la cantidad acordada – sus ojos pequeños y redondos no dejaban de mirarme mientras tomaba asiento -, y en efectivo.

En este punto he de contaros el motivo de mi encuentro con Damián. Mi papel en el asunto era hacer de simple correo entre mi jefe y Damián, porque, aunque entendía de Arte, mi conocimiento quedaba fuera del radio de acción de la transacción encomendada. Estaba a punto de adquirir la única obra de Filipo Bertematti, «Autorretrato», fechada en 1449. Bertematti fue un oscuro pintor renacentista, muy amigo de Pisanello, marcado por el hierro de la Inquisición. Se rumoreaba que sus pinturas invocaban al diablo y fue citado a declarar varias veces ante el Santo Oficio. Cuando se hizo pública su culpabilidad y estaba a punto de ser apresado en su casa-taller de Verona, Filipo prendió fuego a todas sus obras y se arrojó por la ventana, portando con él únicamente el lienzo que me disponía a adquirir, su autorretrato.

– Estoy impaciente por verlo -le dije mientras le acercaba el bolsito con el dinero acordado y le daba un trago a la copa de vodka.

Tras revisar el bolso, Damián abrió la maleta rectangular de la que no se había separado en todo momento, sacó el lienzo y me lo entregó sin mirarme a los ojos. Iba enfundado en una especie de marco de cartón duro.

He de confesar que me estremeció la primera visión de la pintura. «Autorretrato». El rostro que Filipo había trazado quinientos años antes era sorprendentemente parecido al mío. SU propio rostro era casi idéntico al mío. Podía diferenciarnos su pelo, más largo y cobrizo, y su mentón, mucho más poblado que el mío. Pero no el conjunto de facciones, la expresión, la mirada semidistante…

– Supongo que notó el gran parecid…. – me volví hacia Damián para expresarle mi estupor, pero no estaba. La puerta de la habitación estaba abierta. Damían se había ido.

Me dejé caer en el sofá, con la distancia medida para llegar a la copa con la mano, y con la mirada fija en el lienzo, en los ojos del pintor, en mis ojos. Allí permanecí no sé cuánto tiempo, no sé cuantos vodkas, mirándome a mí mismo, hasta que decidí no darle más vueltas y achacarlo todo a una asombrosa coincidencia. ¿Qué iba a ser si no?

Pronto el sueño me envolvió y me llevó a sus dominios. Me transportó al siglo XV, y me vi de repente en medio de la Piazza delle Erbe de Verona, sudoroso, huyendo de la multitud que me empujaba y golpeaba. Pude llegar a mi casa que, lógicamente, no era mi casa, era SU casa, llena de lienzos y pinturas demoníacas, que me hablaban. Me vi impregnándolas de disolvente, riendo como un orate, prendiéndoles fuego, salvo mi autorretrato, el cual guardé bajo mi jubón. El ambiente comenzaba a ser sofocante, y me asomé a la ventana, desde donde podía ver a la multitud expectante, aguardando mi trágico final. De repente comencé a oír sirenas, a la vez que se iba nublando la vista. Del sueño había pasado a la realidad, y me encontré de pie, intentando abrir la ventana de mi habitación, asfixiado por el humo. Toda la estancia estaba ardiendo y yo intentaba abrir la ventana, mi única salida. Pude ver, igual que en mi sueño, a un grupo de personas agolpadas frente al apartahotel, señalando hacia donde yo me encontraba. Por fin pude abrirla y sacar la cabeza fuera, el tiempo justo para poder ver cómo se acercaba la grúa del camión de bomberos, y a un tipo con un abrigo gris hasta los pies que se alejaba apresuradamente sin mirar atrás. Luego me desmayé.

Continuará… O no.

Extraído de «Ningún Sitio», una colección de palabras nunca realizada

(Coñazo de blog, ¿eh?)

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