Como cada tarde durante los últimos ocho años, Francisco apagó el fogón sobre el cual se quejaba, cansada, la vieja cafetera plateada. Todas las mañanas la limpiaba para que no perdiera en lo posible su brillo. Claro que después de tanto tiempo trabajando a pleno rendimiento, había cosas que nada podía disimular. Como en él. Como en ella, Inés. Estaban a punto de dar las seis en el reloj de la cocina, y las cinco en el del salón. Siempre una hora menos. Una manía. Heredada también.
Depositó la bandeja con las dos tazas de café y un platito con galletas, Cuétara siempre, sobre la mesa camuflada bajo un paño blanco de croché. Inés levantó la cabeza desde su butaca y dibujó una leve sonrisa de agradecimiento.
Como cada tarde durante los últimos ocho años, Francisco podría hablar con la que era su esposa, su vida, desde hacía una vida. Por alguna extraña razón aún no revelada en ningún estudio médico, las garras de la enfermedad que había diluído la memoria de Inés se aflojaban durante aproximadamente cuarenta minutos. Ese tiempo era todo un día en la vida de él, era SU día, sus veinticuatro horas. Para ella eran solamente cuarenta minutos de un día, en el cual tomaba café y veía la televisión o hablaba con él.
Francisco aprovechaba cada segundo de ese espacio de tiempo de lucidez concedido por un caprichoso destino, al cual se encomendaba, para decirle cuánto la quería y lo feliz que era a su lado. Le contaba lo que había hecho durante el día (más bien se lo inventaba, porque sus días y noches eran monótonas, previsibles) y le ponía al día sobre los asuntos de la familia. Especialmente de sus nietos, a los que ella adoraba antes de marcharse.
Como cada tarde durante los últimos ocho años, Francisco maldecía el minutero y maldecía la vida cuando, agotados los minutos de gracia, ella perdía su mirada en los dibujos de croché del paño y dejaba caer la taza sobre la bandeja, volviendo a su mundo en blanco, como el paño.
Como cada tarde durante los últimos ocho años, Francisco recogió las tazas y las depositó en el fregadero, junto a la cafetera, que respiraba aliviada. Las lavó sin detergente y las colocó en el mueble. Desde donde estaba podía volver la cabeza y ver a Inés viviendo en su butaca.
Como cada tarde durante los últimos ocho años, Francisco lloró.
Extraído de «Ningún Sitio», una colección de palabras nunca realizada
Bien escrita, pero demasiado triste, incluso para mí (¿o me habrá pillado con las defensas bajas?)
Bonita historia, Carlitos, sigue usted mejorando su nivel
Y no fué el único. Qué bella y triste historia de amor, tan real como la vida misma.